Sal dulce no es una tragicomedia (o al menos no lo es meramente). Como las Dríades, los personajes de Ordiz surgen de una cópula entre Gea (lo Real) y los dioses, y quedan cosidos, como Dafne (el mito, pero también el personaje), entre la flecha dorada de Cupido (el amor, el deseo) y la sagita de punta broncínea de Eros (desprecio, desdén, goce). Lo inefable del destino –corte, herida, brecha–, adviene marca indeleble que precipita y a la vez orienta a los personajes a una desenfrenada búsqueda, que no huida: «siempre es más importante lo que nos falta que lo que tenemos». Tránsito la vida por vericuetos angostos de límites imprecisos, con lo incierto en el cénit y el vacío por insignia. Buscando entre la existencia los cebos —como los pescadores lombrices entre el fango de la bajamar de una ría— para atrapar migajas de felicidad, los personajes caminan detrás de una vida que se les escapa escurridiza, como el agua —o las anguilas—, entre los dedos. La insatisfacción: alfaguara del deseo. Impecable, precisa, excelente, Sal dulce es una novela imprescindible para quienes están atentos a las nuevas tendencias literarias, de esmerado estilo y rigurosidad en la exposición de las ideas; densa en conceptos y compleja en la trama, y rica en recursos expresivos. Con esta novela, José Ángel Ordiz muestra una vez más su talento como escritor, dentro de un movimiento literario que se quiere desprender de lugares comunes y de la vacuidad conceptual. Podemos decir que viene a sumarse a esa Literatura de la diferencia que preconizaran no ha mucho Antonio Enrique y Fernando de Villena, entre otros. |
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