La Historia es la protagonista de la última novela de Fernando de Villena, El Testigo de los tiempos. No es la primera vez que de Villena novela la experiencia histórica. Baste citar a tales efectos su Relox de peregrinos, que mereció el premio literario Ciudad de Jaén. Pero El Testigo de los tiempos sorprende por la magnitud del empeño y la ambición omnicomprensiva de sus páginas. En el Prólogo, Fernando de Villena declara que “ésta es la mejor de mis novelas, la más ambiciosa, la que ha sido escrita y revisada con más amor”. A mi juicio, es la más lograda y mejor acabada de su autor. El asunto del libro es la historia de Ahasverus, el Judío Errante, el Isaac Laquedem de los flamencos, el Buttadio de los italianos, el Boutedieu de los franceses, el Juan de Espera en Dios de los españoles. Con este último nombre aparece designado en la novela. La leyenda es conocida: un oscuro judío de Jerusalén, zapatero en la Vía Dolorosa, se encuentra con Jesús camino del Gólgota y, ante su ausencia de compasión por la Pasión, es condenado a errar perpetuamente por el orbe hasta el Juicio Final. En Europa, el mito del Judío Errante penetró en el folklore, pero también en la literatura culta, inspirando la obra de autores tan dispares como Goethe, Schlegel, Chamisso, Lenau, Andersen, Heine, Sue, Kipling o Apollinaire. En América, Borges llamó Joseph Cartaphilus, otro de los nombres de Ahasverus, al protagonista de El inmortal, y Mujica Láinez le dejó aparecer fugazmente en El Unicornio y en Bomarzo. La novela que tienen en sus manos no se circunscribe al mero ámbito de la descripción autobiográfica de Juan o Ashaverus, el inmisericorde zapatero judío que, despreciando al hijo de Dios cuando caminaba con la cruz a cuestas hacia su certera muerte en el Golgota, fue condenado a una vida errática hasta el final de los tiempos. El periplo que lleva a cabo Fernando de Villena en esta obra lo lleva mucho más lejos. La inquietante autobiografía de este mítico personaje no es más que un pretexto para narrar con astucia y brillantez, no sólo dos mil años de historia, sino algo crucial que por subyacer a la cultura y al sujeto, se impone e hilvana a modo de un Real irreductible la cultura: el recóndito deseo de superar al padre. Y una de las formas posibles en que ello puede materializarse es la negación (v.gr. el desprecio de Asheverus). Tras el desprecio la sanción de Cristo “caminarás errático hasta el final de los tiempos” deviene una anagnórisis de esos deseos parricidas, que catapulta la angustia que lo acompaña en su incesante deambular. Es ese deseo y esa angustia la que impregna los actos humanos a lo largo de los tiempos. De esto es testigo y da fe Ashaverus, esto es lo que narra con inusitada brillantez y agilidad Fernando de Villena, y que hace de El testigo de los tiempos una obra tan erudita como rigurosa. El eterno caminar desasosegado de este peculiar personaje es, pues, el deambular de una humanidad peregrina. Atravesada por ese recóndito deseo, es lanzada a una búsqueda implacable por andurriales y vericuetos espinosos que lo adentran en parajes ignotos, siempre en el terreno de lo incierto, lo inseguro, lo equívoco, rastreando las marcas halladas en los polvorientos caminos, en un intento desesperado de expiar una culpa que lo vertebra. Como Ashaverus, la humanidad busca saldar su deuda para hallar sosiego, pero es una búsqueda siempre fallida porque ese otro que le sale al paso, en definitiva siempre acaba por ser un encuentro con sus más egoístas pulsiones. En esta obra amena, de lenguaje inusitadamente rico y elegante estilo, el autor demuestra que no sólo la habilidad y la precisión de escultor –algo en franco declive en una contemporaneidad exhausta de recursos– son característicos del escritor, si no que es primordial y definitivo el poder escuchar y leer la historia más allá de su expresión manifiesta, en esas marcas que apuntan a los más secretos rincones del ser humano y que en gran medida vienen representados por los mitos.
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