Interiores

No existe la felicidad /sin ficción, es, a modo de colofón, un punto de llegada del poemario que tienen en sus manos. Al abrigo de intelectualizaciones estériles, esquiva a prosáicas retóricas, Interiores es el testimonio obtenido tras una tímida inmersión en las aguas ignotas de una realidad tan íntima como desconocida. Y lo que nos ofrece es una prolepsis de esta prospección: el ser -en este caso el poeta- no vive, sólo piensa, se pierde tras la mirada que  cruza el objeto para localizarse allende las fronteras de lo objetivable, justo en el lugar del vacío, de la nada. Insólito paraje donde fluye un paradójico sentimiento de ser entre la ironía, la perplejidad y la sorpresa de quien sabe de los artilugios con que se construyen las ficciones: añagaza que en vano pretende obturar la herida fundante. Ariadna muestra en esta opera prima que si las vidas son muchas, el camino es uno, y que transitarlo implica enfrentarse a estas fisuras.    

Poeta, y no exclamador sentimental, versidicador acentual, o mitérico ensamblador de palabras. El poeta se hace por la mirada, amplia, total. El yo que mira alyo, según Macedonio Fernández. Aquí estamos. Se hace por la mirada que cruza el objeto, más allá del objeto, donde no hay nada, hasta que sabe que lo que hay es, tan sólo en precario, su y sólo sú conciencia del objeto. Poeta en el siglo XXI, según se nombra el tiempo ahora, sin ningún ídolo, dentro de esta existencia económica, financiera, publicitaria, tecnológica, global. Poeta, como es cada uno, que tal es cualquier poeta, pero él, ella, sentada en su modesta silla de ser el ser que es, viéndose, y haciendo el relato (no el aburrido, de novela, de historias  y agobio, gente, días...) de la manera exacta que sabe, precisa manera suya. ¿El relato de qué? De la sorpresa de ser. De la ironía de ser. De la perplejidad de ser. Del sentimiento de ser (...)

                                                                                                                                                                                                                                                    (Del prólogo de Josep Mª Uyà)