«Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain. «Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain. «Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain. «Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain.
«Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doble«Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain. «Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain.
mente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain. Es notorio, y algo que bien merece un cuento el hecho de que muchas, sino la mayoría, de las deidades son femeninas. El cuento —viene a cuento—, no es complaciente. Da cuenta. Hace falta ser osado para hurgar en las paradojas de la posmodernidad y el sujeto que produce: liquido, vácuo, fascinado, sometido a la perentoriedad de la satisfacción inmediata y a toda costa; para arrancarlo de su pasión por ser, de su alienación, y de su individualismo narcisista. Nada más lejos de la marca cuyo cuño se estampó en los albores de la cultura. «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me lo pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé» dirá San Agustín de Hipona. Hay que volver al mito, hay que escribir cuentos. Sin embargo, de Angerona la diosa de la boca cerrada y vendada —Os obligatum et signatum—, con el gesto hipocrásticose dice que es la diosa de la angustia y el miedo, pero también del silencio. Algunos eruditos la sitúan entre los dioses protectores. No hay consenso. No es tampoco como el griego Harpócrates. Horus-niño, el dios egipcio, también exhibe el mismo gesto. Y es que los egipcios sabían del valor de la palabra, de la relación del miedo y la angustia con la falta-en-decir, y de la eficacia del significante para levantar los efectos tanto de uno, como de la otra: «la lengua es fortuna, la lengua es un demon», dirá el historiador Plutarco. Desde la antigüedad remota, se sabía que la palabra tenía la potestad de curar, como un medicamento, pero también de destruir. Hay, pues, una relación entre palabra, silencio, olvido y existencia: lo que no se dice, no existe; lo que no se mienta, sucumbe en las aguas de Lete. La boca vendada (y el gesto hipocrástico ), no tendrá que ver, pues, con el acto de decir (como no tiene que ver la venda en los ojos de Cupido, Fortuna o Iustitia con la actividad del órgano de la visión). Sí con la palabra, concretamente con el silencio que envuelve el misterio, con la verdad revelada sólo a los iniciados, so pena de ser presa de los daemones. Pero también el silencio —Tácita Muta— aniquila. Cara terrible de la falta-en-decir. Bien vale un cuento. «Los cuentos revelan el significado sin cometer el error de definirlos», dice la erudita Hannah Arendt. Desde los albores de la cultura se supo de la naturaleza escindida y vaciada del sujeto humano. De ahí también su vulnerabilidad: podía ser ocupado por una presencia Otra inquietante. Quizás esta potestad que podía habitarlo arbitrariamente sea el origen de las mitologías y deidades. El culto cumplía doblemente la función de aplacar y propiciar sus caprichos anhelos. El intento por comprender el origen y genealogía de este panteón constituye el relato mitológico, cuya herencia retoma la narración y particularmente el cuento. Las caras —los nombres— del miedo son diversas. Vendrían a ser los efectos en el individuo de esa presencia Otra contra la que el sujeto, en su fragilidad, se siente impotente. «Para el hombre que teme, todo cruje», dirá Sófocles. Tuvo diferentes nombres según las culturas: Deimos y Fobos en Grecia; Fuga y Metus, pasando por Timor, en Roma; y sus opuestos, Virtus —la valentía— en Roma, y Galatea, en Grecia. «La vida comienza donde el miedo acaba» dirá el filósofo indio Chandra Mohan Jain. Es notorio, y algo que bien merece un cuento el hecho de que muchas, sino la mayoría, de las deidades son femeninas. El cuento —viene a cuento—, no es complaciente. Da cuenta. Hace falta ser osado para hurgar en las paradojas de la posmodernidad y el sujeto que produce: liquido, vácuo, fascinado, sometido a la perentoriedad de la satisfacción inmediata y a toda costa; para arrancarlo de su pasión por ser, de su alienación, y de su individualismo narcisista. Nada más lejos de la marca cuyo cuño se estampó en los albores de la cultura. «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me lo pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé» dirá San Agustín de Hipona. Hay que volver al mito, hay que escribir cuentos. Sin embargo, de Angerona la diosa de la boca cerrada y vendada —Os obligatum et signatum—, con el gesto hipocrásticose dice que es la diosa de la angustia y el miedo, pero también del silencio. Algunos eruditos la sitúan entre los dioses protectores. No hay consenso. No es tampoco como el griego Harpócrates. Horus-niño, el dios egipcio, también exhibe el mismo gesto. Y es que los egipcios sabían del valor de la palabra, de la relación del miedo y la angustia con la falta-en-decir, y de la eficacia del significante para levantar los efectos tanto de uno, como de la otra: «la lengua es fortuna, la lengua es un demon», dirá el historiador Plutarco. Desde la antigüedad remota, se sabía que la palabra tenía la potestad de curar, como un medicamento, pero también de destruir. Hay, pues, una relación entre palabra, silencio, olvido y existencia: lo que no se dice, no existe; lo que no se mienta, sucumbe en las aguas de Lete. La boca vendada (y el gesto hipocrástico ), no tendrá que ver, pues, con el acto de decir (como no tiene que ver la venda en los ojos de Cupido, Fortuna o Iustitia con la actividad del órgano de la visión). Sí con la palabra, concretamente con el silencio que envuelve el misterio, con la verdad revelada sólo a los iniciados, so pena de ser presa de los daemones. Pero también el silencio —Tácita Muta— aniquila. Cara terrible de la falta-en-decir. Bien vale un cuento. |
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